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Historia

Desde el manglar hasta la esperanza: Jéssica Mosquera y el poder de la educación para transformar comunidades

“La Escuela Mujeres Rizomas de Vida me enseñó que el manglar es identidad, cultura y resiliencia. Son las mujeres quienes lo viven, lo sostienen y lo protegen.”

¿Puede una sola experiencia cambiar tu manera de ver el mundo? Para Jéssica Mosquera, la respuesta es sí. Su historia —profundamente arraigada en el territorio y en el corazón del manglar— nos muestra cómo la educación, cuando es colectiva, consciente y con enfoque de género, puede mover montañas. Esta es la historia de una mujer que se dejó tocar por la naturaleza, por otras mujeres, y por la certeza de que transformar es resistir.

“Mi nombre es Jéssica Mosquera, y si algo me ha enseñado la vida es que la conexión con la naturaleza puede transformarlo todo: desde la forma en que vemos el mundo, hasta cómo decidimos habitarlo”.

Jéssica nos cuenta su historia: Desde pequeña fui una niña curiosa, feliz entre árboles y caminos de tierra. Mi padre, agricultor, nos llevaba al campo y nos enseñaba con sus manos lo que la tierra puede dar. Somos siete hermanos, seis mujeres y un varón, y tuvimos el privilegio de crecer con una madre amorosa a tiempo completo y un padre que siempre apoyó nuestra educación, incluso hasta la universidad. Esa base sólida marcó mi camino. En 2016, llegué al municipio a trabajar como técnica en el área de medio ambiente. La verdad, en ese entonces sabía muy poco sobre los manglares. Fue un dirigente de una asociación de cangrejeros quien me abrió los ojos: me habló del ecosistema con una pasión contagiosa. Y cuando empecé a visitar el territorio, me encontré con una calidez humana que me marcó. Esa relación de respeto mutuo con las asociaciones de cangrejeros ha sido una construcción de años. Mi compromiso ambiental se profundizó cuando participé en un encuentro nacional de jóvenes en Loja, donde conocí a chicos con vocación de activismo. Allí descubrí lo que significaba una Reserva de Biósfera y me di cuenta de que ese era mi camino: la conservación.
 

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La Escuela Mujeres Rizomas de Vida llegó a mí como una oportunidad inesperada, gracias al coordinador de la Reserva del Macizo del Cajas. Él buscaba mujeres para participar en un proceso de formación, y pensé inmediatamente en algunas líderes del manglar. Pero ellas no podían dejar sus hogares: son cuidadoras, responsables de sus familias, y no podían ausentarse durante tantos días. Aunque traté de mostrarles el valor de la experiencia, eligieron quedarse. Entonces decidí asumir el reto yo.

Acepté, con algo de temor. Como profesional, sentía que podía ser vista como alguien externa, distinta. Pensé: “¿Encajaré entre mujeres que vienen del trabajo extractivo del manglar?” Pero me encontré con todo lo contrario. Me recibieron con los brazos y los corazones abiertos. Me compartieron lo poco que tenían, sin esperar nada a cambio. Me sentí parte del grupo. 

Estar en la Escuela Mujeres Rizomas de vida fue una experiencia reveladora. Escuchar las historias de vida de mis compañeras me sacudió. Mujeres que han pasado por situaciones muy difíciles, pero que siguen luchando. Recuerdo a una abuelita que lloraba al pisar por primera vez una universidad, diciendo que era su sueño cumplido. Otra me confesó que era la primera vez que encendía una computadora. Cosas que para mí habían sido normales, para ellas eran logros inmensos. Eso me tocó profundamente. Me cambió la mirada.

En la Escuela Mujeres Rizomas de Vida también reflexionamos sobre el patriarcado, el machismo arraigado en nuestras comunidades. Las niñas crecen escuchando que deben casarse y criar hijos, que estudiar no es necesario. Las mujeres repiten los patrones que vivieron sus madres y abuelas. Pero la escuela puso esas realidades sobre la mesa. Nos obligó a mirar de frente lo que muchas veces preferimos ignorar. Cuando regresé al territorio, llevé conmigo esas enseñanzas. Comencé a replicar lo aprendido, y fue como revivir las emociones que experimenté en la escuela. Escuché historias similares, vi la desigualdad reflejada en la estructura misma de las organizaciones: asociaciones con 150 socios hombres y apenas dos mujeres, cuyos intentos por ingresar fueron ignorados por años. Hasta que apareció un nuevo dirigente, alguien con conciencia y raíces en el manglar, y ellas pudieron alzar la voz por primera vez.

Hoy esas mujeres son líderes respetadas. Se enfrentaron a sus esposos, a sus comunidades, y vencieron el miedo. Una de ellas me contó que su esposo no la dejaba estudiar, pero ella se rebeló y siguió adelante. Ahora lidera su comunidad, gestiona proyectos, y no le teme a tomar el micrófono ni a hablar ante instituciones.

La Escuela Mujeres Rizomas de Vida me dio herramientas poderosas. Me enseñó a trabajar con enfoque socioecológico, a vernos como parte de la naturaleza y no por encima de ella. A entender que la crisis climática ya está aquí, afectándonos. Y que la respuesta es comunitaria, es en red, es rescatando saberes ancestrales. En el territorio hay muchas oportunidades. El manglar no solo es biodiversidad, es identidad, es cultura, es cocina, es resiliencia. Y son las mujeres quienes lo sostienen, quienes lo viven, quienes lo protegen.

Hoy sueño con que exista un espacio físico en el territorio donde estas mujeres puedan reunirse, fortalecerse, generar alianzas. Sueño con una red de apoyo entre ellas. Sé que tienen la capacidad, la sabiduría y la fuerza para hacerlo. 

“Solo necesitan ser escuchadas. Solo necesitan que el mundo entienda lo que la escuela me enseñó: educar es transformar, y transformar es resistir juntas”, nos dice Jéssica. 

…Ħ.

Jessica volvió al territorio con una nueva mirada. Empezó a replicar lo aprendido, a tender puentes, a impulsar el liderazgo femenino donde antes solo había silencio. Hoy esas mujeres son líderes, gestoras, referentes. Y Jéssica es una de ellas: sembrando conocimiento, cosechando esperanza.